El viaje sin fin, de Monique Wittig (Continta Me Tienes) Traducción de Coto Adánez | por Juan Jiménez García

Monique Wittig | El viaje sin fin

Existe una grabación en vídeo de El viaje sin fin. La dirigió la propia escritora en colaboración con la también protagonista, su pareja, Sande Zeig, que era mimo y se ocupó de las imágenes. ¿Las imágenes?  Sí, en El viaje sin fin, hay sonido, las palabras, los diálogos, y hay imágenes, y unas no se corresponden con las otras. La obra, de 1985, se llevó también a Estados Unidos. No hace mucho, se hizo una lectura en La Maison de la poésíe. Es un error. Cada personaje tiene su voz, cada voz tiene su imagen, cada cosa, diríamos, está en su lugar. El misterio se desvanece. Si vemos los pocos minutos accesibles de la grabación original, las imágenes, los gestos, mimados, la relación entre Quijote y Sancho, mujeres, surge de la oscuridad, mientras las palabras son un susurro, el susurro de una única voz. El tiempo se ha abolido, como se ha abolido el género. Mejor: no se ha abolido nada. Se ha enfrentado lo que había, texto, Quijote, a una alteridad. Podemos pensar: es inquietante. Pero no, no lo es. Es emocionante. Suspendido lo esperado, queda lo inesperado. Quince escenas, quince instantes. Una de ella, Silencio, es eso, la ausencia de la palabra. 

Podemos cometer el error (quizás una palabra gruesa) de entregar la obra a su planteamiento: Monique Wittig, lesbiana, propone su versión femenina del clásico cervantino: Quijote es mujer y está enamorada de una mujer, Dulcinea, y recorre el mundo a lomos de su caballo, Rocinanta, acompañado de su escudera, Panza. Su obsesión no son los libros de caballería escritos por los demás, sino los libros escritos por ella misma. Su madre la considera una loca, su primera hermana, igual, la segunda hermana se alinea con su tía (soltera, sin hijos, decididamente sin hijos), ama su excentricidad. Los excéntricos siempre son los otros. Dice Quijote: ¿Acaso no pueden estar todos locos y ser yo la única cuerda? Donde unas ven fanatismo las otras ven libertad. La libertad, esa palabra que ahora se vende en los rastros por unas monedas y es otro de esos términos secuestrado por sus raptores, arrastrada por el fango del tiempo. Pero en los tiempos de Wittig (y hasta en los de Cervantes) algo quería decir. El asesino es la víctima. En El viaje sin fin, las palabras reclaman su sentido, independiente de las imágenes, pero de alguna manera, ligado a ellas. No por lo evidente, sino por un estado superior. 

Quijote, mujer, sale a combatir las injusticias, y esas injusticias siguen siendo (¡aún!) los combates del presente. Podemos pensar que aquel hidalgo de hace siglos salió a tomar el aire escapando de la opresión de sus habitaciones, compañías y tiempo, y lo mismo podemos pensar de la Quijote de Wittig. Andar los caminos, aquel abandonadlo todo de André Breton. Dejarlo, ya no por la incertidumbre, sino por unas pocas certezas, suficientes para acometer gigantes. Qué importancia puede tener la existencia o no de estos si la causa es justa. Todo ES apariencia. En su prólogo, Wittig expresa su intención de que la obra de teatro sea disociación, y podemos pensar que esta es una actitud dramática y una intención textual en su adaptación. Podemos pensar que al invertir los géneros se invierte el sentido, pero no, al contrario: se reafirman los mismos combates. Si el Quijote era un loco entonces, una loca era en los tiempos de la escritura de Wittig, aquella que como ella defendía el aborto, su lesbianismo, con condición de mujer libre. La comprensión de los demás es similar: poca, ninguna. También pensaba en un ritmo cinematográfico, con escenas cortas, rápidas, concisas. Pero ahí tengo mis dudas. Buscando la velocidad del cine, encontró la atemporalidad del teatro. En la tentación de ser reducida a una anécdota, encontró la universalidad. 


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